Mylouise Veillard tenía 10 años cuando su madre la dejó en un orfanato en el sur de Haití y le prometió una vida mejor. Durante tres años, Mylouise durmió en un suelo de concreto. Cuando tenía sed, caminaba hasta un pozo comunitario y cargaba ella misma pesados cubos de agua. La comida era escasa, y perdió peso. Temía por su hermano menor, que sufría aún más que ella en el centro.
Es una historia conocida entre los aproximadamente 30.000 niños haitianos que viven en cientos de orfanatos marcados por reportes de trabajos forzosos, tráfico y abusos físicos y sexuales. En los últimos meses, el gobierno haitiano ha redoblado los esfuerzos por sacar a cientos de esos niños y reunirlos con sus padres o parientes dentro de un gran esfuerzo de cerrar las instituciones, que en su gran mayoría son privadas.
Los trabajadores sociales recorren ciudades y pueblos. Suben colinas, buscan en laberintos de chozas con tejado de metal y llaman a las puertas. Con una sonrisa, sostienen una foto y preguntan si alguien reconoce al niño.
Descubren que algunos orfanatos trasladaron a los niños sin notificar a sus padres, o las familias se vieron obligadas a huir de la violencia en su comunidad y perdieron el contacto con sus hijos.
En ocasiones, el trabajador social Jean Rigot Joseph dice que enseña a los niños fotos de edificios reconocibles para ver si recuerdan dónde vivían. Si localiza a los padres, primero determina si están dispuestos a una reunificación antes de revelar que ha encontrado a su hijo.
Como más del 80% de los niños en orfanatos de Haití, Veillard y su hermano estaban considerados como «huérfanos de pobreza». Haití es el país más pobre del Hemisferio Occidental y en torno al 60% de la población gana menos de dos dólares al día. Cuando los padres no pueden permitirse alimentar a sus hijos, les envían temporalmente a orfanatos donde creen que estarán mejor atendidos.
«Cuando los padres entregan a sus hijos a orfanatos, en realidad no lo ven como entregarlos para siempre», explicó Wienberg.